Lo que vemos no es el resultado lógico de la evidencia, sino que está basado en nuestra propia historia, prejuicios y suposiciones. Aunque enfrentemos datos objetivos que contradigan esta visión previa, nos resulta muy difícil cambiarla. Se trata de un conflicto cognitivo que experimentamos al ver amenazada nuestra forma de concebir las situaciones.
Lo que se pone en juego no es la verdad, sino la propia identidad. Nuestra mente es capaz de hacer malabares para mantener la coherencia entre los pensamientos. Incluso ante datos o hechos que nos objetan tendemos a reforzar nuestras opiniones preestablecidas y a estar aún más convencidos de nuestra verdad.
Esto se conoce como “razonamiento motivado”: seleccionamos los datos coincidentes con lo que queremos creer y reforzamos así nuestros preconceptos en un movimiento de retroalimentación y, como gesto contrario, evitamos, ignoramos, le quitamos valor u olvidamos lo que los contradice.
Nuestros sesgos cognitivos son responsables de que, muchas veces, interpretemos la información de manera ilógica, que realicemos juicios irracionales y, por eso, tomemos decisiones desacertadas. Si la causa es defendida por un grupo o una persona con la que no coincidimos, tendemos a desestimar la evidencia. Así, esto también influye en que tomemos o no en serio los problemas.
Los sesgos cognitivos representarían mecanismos de reducción de esa tensión incómoda que resulta de sostener simultáneamente dos actitudes u opiniones conflictivas o contradictorias entre sí y, en consecuencia, permitirían mantener una suerte de equilibrio mental en las decisiones y acciones.
Aunque no es una tarea fácil, para moderar el efecto de los sesgos cognitivos en nuestras creencias, decisiones y conductas es importante saber que existen, reflexionar y ver qué hacemos en consecuencia. Además, es necesario cuestionarlos cuando esos esquemas repercuten de manera negativa. Para ello, hay que flexibilizar y poner en práctica el pensamiento crítico.